La gran promesa de AMLO al inicio de su gobierno fue que la 4T conduciría “un cambio de régimen”, no una simple administración sexenal. “Nuestro movimiento –declaró López Obrador siendo ya Presidente– no limita su propósito a un simple cambio de gobierno, sino que tiene como objetivo superar para siempre el régimen corrupto y despiadado que prevalecía”.
Superar aquel régimen, ¿para qué?, ¿con que otro propósito? Se puede hablar de un cambio de régimen cuando lo que se está haciendo implica modificaciones profundas a las reglas con que se ejerce el poder político y al orden jurídico e institucional correspondiente.
Mucho de lo que se ha avanzado en esos terrenos sigue en obra negra, como el abatimiento de la corrupción, como los esfuerzos por hacer de la democracia participativa una práctica eficaz, quizás en los sindicatos, y no se ven con claridad los efectos de haber recuperado capacidades del poder público que se subordinaron a las élites económicas y a sus intereses particulares en el contexto del neoliberalismo. Esas élites se han enriquecido más durante el sexenio y la austeridad republicana le ha restado capacidades operativas a múltiples instituciones del Estado.
AMLO insiste en la importancia de una regeneración moral y consciencia social políticamente más avezada, y algunas encuestas confirmarían un mayor aprecio por la democracia entre los mexicanos; lo que sin duda ha sido un cambio sustancial es la forma y contenido de la comunicación social del gobierno.
Son directrices establecidas durante estos pasados seis años, pero son instrumentales. La cuestión clave es el perfil ideológico del movimiento político que persigue el cambio de régimen y la congruencia que tenga con las políticas con las que se pretende reorientar la dirección del desarrollo.
No se hace política ni se ejerce el poder de manera congruente sin compromiso ideológico; el lema “por el bien de todos, primero los pobres” tiene el doble mérito de que la justicia social que invoca le dice mucho a millones de mexicanos, y que realmente se ha concretado en disminuciones de la desigualdad y, sobre todo, de la pobreza.
Según cálculos de Gerardo Esquivel, exsubgobernador del Banco de México, hechos con base en las cifras del Consejo Nacional de Evaluación de la Política de Desarrollo Social (Coneval), durante los dos gobiernos del PAN y el último del PRI, en esos 18 años aumentó en más de 15 millones de personas el número de pobres en el país, mientras que entre 2018 y 2022 salieron de esa condición más de 5 millones de mexicanos.
Cifras contrastantes que dejan ver el ‘para qué’ del cambio de régimen. Decíamos en este espacio la semana pasada que los regímenes republicanos, pretendidamente ‘liberales y democráticos’ en países medianamente pobres como el nuestro, se caracterizan según la posición que asuman ante la pobreza y la concentración de la riqueza.
Claudia Sheinbaum enfatizó a lo largo de su campaña para ganar la presidencia de la República que el principio básico de su gobierno será que la prosperidad sea compartida “porque si no, no será”. Consolidar ese propósito requiere que haya continuidad con flexibilidad para hacer ajustes, particularmente en tres áreas principales: en las políticas sociales, en las acciones que propicien mejores condiciones laborales, y en seguir promoviendo el desarrollo de regiones siempre olvidadas.
Eso por lo que toca al gobierno; por lo que hace a la economía real, se requiere un mayor dinamismo, lo cual depende tanto de las inversiones públicas en áreas estratégicas -como energía y comunicaciones- como del ritmo de las inversiones productivas privadas.
Confianza es un componente en las decisiones de inversión empresariales, pero mucho más importante es el tamaño del mercado para sus productos o servicios.
El proyecto de desarrollo en ciernes es más equilibrado, más justo y estimulante de inversiones en una economía de mercado, que los extremos entre riqueza y pobreza a los que hemos llegado.