La nueva fuerza hegemónica, Morena y aliados, es excluyente, indisciplinada e incompetente. No es, por tanto, igual al viejo régimen que gobernó México durante el siglo XX. El lunes nos concentramos en el tema de la exclusión, que es muy peligroso para ellos porque su fuerza deriva del triunfo legal, pero no legítimo, de la elección de junio. La ciudadanía no votó por las reformas que ahora se impulsan, y no dio a ese grupo político las mayorías calificadas en las cámaras. Las obtuvieron forzando la ley, corrompiendo y amenazando. Destruir la legalidad implica eliminar la fuente misma del poder que hoy tienen, de forma que dependerán de la fuerza y los recursos para sostenerse.
Es ahí donde entran en juego las otras dos características mencionadas. La falta de disciplina implica que esa misma actitud excluyente que muestran frente a los demás la aplican al interior de su grupo. Ni siquiera han cumplido diez años de existir, y la inmensa mayoría de sus miembros se acercó siguiendo el aroma del poder, proveniente de otras fuerzas políticas que hoy desprecia. La existencia de dos polos, el fundador y expresidente de un lado, la Presidenta desde otro, no ayuda en nada a la cohesión del grupo.
El resultado inmediato de esta falta de disciplina es que, aunque tienen el control del Ejecutivo y el Legislativo, lo que vemos parece más un gobierno de oposición enfrentado a un Congreso opositor. En la superficie, parecería que ambos poderes van en la misma dirección, pero cuando se revisa la operación diaria en el Congreso, se encuentra uno con un Ejecutivo que intenta infructuosamente modificar las reformas, y un Legislativo que destruye esos intentos.
Aunque se hizo costumbre hablar de Sheinbaum como una copia de su antecesor, porque siguió el papel asignado al pie de la letra para no arriesgarse, creo que se trata de dos personas con una visión muy diferente. El expresidente, insisto en lo dicho muchas veces, es un destructor sin visión estratégica: arrolla todo sin pensar en las consecuencias, y siempre se fuga hacia delante. El poder es suyo y no lo comparte, si acaso lo presta por un rato. Es un dictador.
Sheinbaum, en cambio, es estatista. Es lo que aprendió desde niña y confirmó en su juventud: la apuesta por un Estado grande, benefactor pero dominante, y en el extremo, absolutista y totalitario. Aunque ambas opciones son malas para México, es importante entender que no son iguales.
Con todas las reservas, la línea del expresidente es herencia del fascismo, mientras que la de la Presidenta lo es del comunismo. Recuerde que esas formas políticas son creaciones del siglo XX, y sirven sólo como referencia: el líder personal que desprecia las leyes y acumula en sí todo el poder, frente al aparato que utiliza al Estado, una construcción legal, para controlar a la sociedad.
No tome al pie de la letra esas referencias, porque estamos a casi cien años de la creación de esas formas políticas, y no tenemos ni a Mussolini ni a Lenin. Pero la disyuntiva entre el líder iluminado y el Estado absoluto sí la tenemos. Ocurre al interior del grupo hegemónico, que no cuenta con el apoyo de la mayoría de la población, y que además actúa de forma profundamente excluyente. Creen que estos últimos cinco meses son apenas el inicio de un largo periodo, cuando en realidad podrían estar viviendo el canto del cisne.
Porque a la exclusión y a la indisciplina suman la incompetencia. Destruyeron todo para ganar una elección. Una sola. No tienen ya cómo dirigirse a la siguiente, y por eso su prisa por acabar con el Poder Judicial, las elecciones, la oposición. Detallaremos la incompetencia el viernes.