La Constitución muere con el último patriota

El proyecto del ministro González Alcántara que plantea validar parcialmente la reforma judicial parecía la vía para encontrar un punto de ajuste mutuo ante la rabiosa e irreflexiva pretensión del régimen de desmantelar al Poder Judicial y, ahora, de demoler desde sus cimientos el consenso histórico e institucional del constitucionalismo pluralista y democrático.

El mérito de la ponencia no es sólo el abordaje del problema jurídico de la inconstitucionalidad de una reforma constitucional desde el aparato crítico de la evolución doctrinal, comparada y jurisprudencial de la cuestión. En el conjunto de razones que justifican la existencia de límites formales y materiales a la función de reforma desde la obvia distinción entre, por un lado, la voluntad del pueblo con legitimidad constituyente y, por otra, las competencias jurídicamente delimitadas de un conjunto de órganos creados por la Constitución y sólo a través de la Constitución.

Sin demeritar un ápice la calidad argumentativa del proyecto, la valía mayor está en la comprensión de que el Tribunal Constitucional, en su condición dual de órgano jurisdiccional y político, y en un contexto de desafío explícito a la estabilidad constitucional, debe encontrar una respuesta que induzca a la autocontención del poder que se ha desatado a sí mismo de cualquier restricción. Ese silbatazo juicioso del árbitro que abre un espacio de mesura, de reflexión y diálogo tácito, para que regrese voluntariamente a la cancha el jugador que ha decidido imponer sus propias reglas o, peor aún, inventar su propio juego.

En esta lógica parece que debemos situar la decisión de los ocho ministros de no optar por el pase automático a la boleta. Desconozco si es una posición pensada y acordada colegiadamente. Pero es inevitable no asociar esa renuncia con el sentido del proyecto que propone que la Corte se abstenga de pronunciarse sobre su propio destino. Ese sobreseimiento por deferencia fundado en una regla de prudencia. Y es que la responsabilidad de la última palabra impone a los tribunales constitucionales un estándar de legitimidad en su actuación que depende de la solidez y sensatez de la construcción narrativa aplicada a los casos y a los precedentes, pero también tomando distancia de cualquier sospecha de motivaciones autorreferentes, privilegios o intereses corporativos. No leo en estos mensajes el dilema entre la permanencia impuesta por la posible invalidez de la reforma que los cesa o la huida estratégica para conservar un modo vida ante lo inevitable, como sugieren los voceros del régimen. Veo una reserva de libertad para actuar desde la ética de la responsabilidad.

Cualquier modelo de teoría de juegos habría sugerido a la mayoría oficialista aceptar el equilibrio reflexivo que, con sus acciones, ofrecen un ponente y siete honorables ministros. Evitar el precipicio del caos constitucional, de las situaciones de facto, del derroche caprichoso de dinero público, de la peligrosa incertidumbre que espanta la confianza. La oportunidad de emprender una reforma judicial en serio, con una victoria nada despreciable: la validación política y judicial de un modelo mayoritarista de configuración del tercer poder del Estado y, más aún, el triunfo que otorga la posibilidad electoral de resguardar su poder temporal entre los albaceas judiciales del testamento que una generación puede imponer a las que siguen.

Mientras exista algún juez dispuesto a encontrar la última solución responsable, tendremos Tribunal Constitucional y, en consecuencia, Constitución. Pero, también, la ligera esperanza de un sentido mínimo y compartido de patriotismo, no de esa verborrea de banderitas y vítores, sino de ese patriotismo que crea patria común honrando el orden fundante, jurídico-político, de la unidad que nos define como nación.