En mis años de juventud, recuerdo con claridad cómo la disciplina era la base de una sociedad ordenada. No había concesiones cuando se trataba de corregir a un niño malcriado o a un adolescente que intentaba rebelarse contra las normas del hogar. No se trataba de abuso, sino de enseñanza; no de castigo desmedido, sino de formación. Una nalgada oportuna en el momento correcto podía significar la diferencia entre criar a un adulto responsable o a uno que se siente con derecho a desafiar la autoridad sin temor a las consecuencias.
Hoy, sin embargo, vivimos en una sociedad que ha adoptado una postura pacifista, una que busca resolver todo a través del diálogo y la tolerancia infinita. Este cambio, en muchos sentidos, es un reflejo de madurez social. Pero, en otros, es una peligrosa permisividad que nos ha llevado al borde del colapso. No es raro ver hoy en día a hijos que levantan la mano a sus propios padres, que los desafían con total impunidad, mientras estos, confundidos y temerosos, optan por la inacción.
Esta metáfora de la familia disfuncional, donde los padres ya no ejercen su autoridad y el hijo se convierte en el tirano, encuentra un paralelo en la relación entre el Estado mexicano y la delincuencia organizada. La delincuencia siempre ha existido; no es un fenómeno nuevo. En mis tiempos como servidor público, la delincuencia organizada era ese niño problemático que buscaba salirse con la suya. Pero había una clara distinción: el Estado, ese ‘papá gobierno’, no se quedaba cruzado de brazos. Sabía cuándo y cómo poner un alto.
En aquellos años, los grupos criminales podían alardear de su poder, pero también sabían que había límites claros. Sabían que la autoridad, aunque no perfecta, tenía los recursos, la estrategia y, sobre todo, la voluntad política para enfrentarlos. Sabían que no podían cruzar ciertas líneas sin enfrentar severas consecuencias. Las instituciones de seguridad, desde la Policía Federal hasta el Ejército, contaban con el respaldo absoluto del gobierno para ejercer su función. La fuerza se utilizaba con responsabilidad, pero también con determinación.
Hoy, ese escenario ha cambiado de manera radical. Los cárteles y grupos criminales no solo operan con impunidad, sino que, en muchas regiones del país, han asumido roles que deberían ser exclusivos del Estado. Desde la impartición de ‘justicia’ hasta la provisión de servicios básicos, la delincuencia organizada se ha convertido en un gobierno alterno, un hijo que ahora manda en la casa porque papá decidió bajar la guardia.
Las fuerzas de seguridad, que antes eran temidas y respetadas, ahora son blanco de humillaciones públicas. Hemos sido testigos de cómo soldados y policías son sometidos, desarmados y hasta golpeados por grupos de civiles, en ocasiones bajo la instrucción y permisión de quienes deberían defenderlos. Peor aún, hemos llegado al punto donde la delincuencia organizada no solo enfrenta al Estado, sino que negocia directamente con él. Los acuerdos y pactos con ellos han reemplazado a las acciones de defensa.
Es devastador, como mexicano, ver cómo el gobierno ha permitido que la delincuencia organizada le levante la mano, le grite en la cara y se burle de su autoridad. Pero lo más preocupante es la pasividad con la que se acepta esta realidad. ¿En qué momento olvidamos que la función primaria del Estado es garantizar la seguridad y la justicia? ¿Cuándo decidimos que la inacción y la complicidad eran opciones válidas?
La solución a esta crisis no es sencilla, pero tampoco es imposible. Lo que México necesita es voluntad política, esa fuerza invisible pero poderosa que impulsa a los líderes a tomar decisiones difíciles en beneficio del pueblo. Es la misma voluntad que en el pasado permitió a gobiernos enfrentarse a amenazas internas con mano dura. La voluntad de no temerle al precio político, de asumir la responsabilidad de corregir el rumbo, aunque eso implique confrontaciones duras.
México, como país, no puede darse el lujo de seguir permitiendo que los criminales se sientan dueños de nuestro territorio. Los ciudadanos no podemos resignarnos a vivir bajo el yugo de la inseguridad y la impunidad. Es momento de recordar que la verdadera paz no se construye desde la pasividad, sino desde la firmeza y la acción decidida.
En esta lucha, el gobierno debe recuperar su papel como garante del orden y la justicia. Debe volver a ser ese padre que, cuando es necesario, sabe ejercer su autoridad. Porque a veces, para corregir un caos inevitable, se requiere más que diálogo: se necesita mano dura y voluntad política.