Me queda claro que hay infinidad de temas clave de política pública y acciones alarmantes que está tomando el gobierno lopezobradorista en el ocaso de su gestión que son más trascendentales para nuestra República y democracia. Pero una vez más no puedo pasar de largo hoy el desastroso legado y los saldos negativos que le deja al país -y a su sucesora, por mucho que en el último debate presidencial de cara a las elecciones en junio, ésta haya descrito a la política exterior de su mentor como un “timbre de orgullo”- la negligencia profesional del presidente en el manejo de las relaciones internacionales.
Lo que ha venido sucediendo con nuestra política exterior, si es que se puede calificar como eso al galimatías de acciones y decisiones presidenciales en la materia, me recuerda al suicidio ritual japonés por evisceración, el seppuku. Esta variante más elevada y ceremonial del harakiri que formaba parte del bushidō, el código ético samurái, se realizaba de manera voluntaria para morir con honor, en lugar de caer en manos del enemigo y ser torturado, o bien como una forma de pena capital para aquellos que habían cometido serias ofensas o habían sido deshonrados. Y es que la invitación gubernamental mexicana a Putin para la toma de posesión de Claudia Sheinbaum representa una segada más en el abdomen -propiciada y cometida por el propio titular del Ejecutivo, aquí sí como timbre de orgullo y honor- para la reputación, credibilidad y peso internacionales de México en el mundo.
Por enésima vez a lo largo de este sexenio, la gestión de López Obrador demuestra la ausencia de norte geopolítico y carencia total de brújula moral cuando de política exterior, diplomacia y relaciones internacionales se trata. Sería fácil descontar el rosario de errores y desbarrancos como prueba de que López Obrador y su círculo inmediato en Palacio Nacional no entienden que no entienden. Y al igual que con otro episodio oprobioso con Rusia -la invitación en plena invasión a Ucrania a un contingente militar de ese país para que desfilara en las celebraciones del Día de Independencia el año pasado- también se adujo inocente -e ingenuamente- que se trataba solo de criterios protocolarios: “sin distinción alguna se invita a países con los que mantenemos relaciones diplomáticas”. Pero esto no es otra acción de protocolo que se pretende vender como inocua por parte del gobierno. Este episodio, al igual que el del desfile del 16 de septiembre, es una provocación enmascarada, una acción explícita de pintarle el dedo a Estados Unidos y a la coalición de naciones que, en apego a la Carta de Naciones Unidos y su Artículo 51 que consagra la legítima defensa colectiva cuando un país es agredido por otro, apoyan a Ucrania y que han condenado la violación del derecho internacional por parte de Moscú.
Es un hecho que México tiene la malsana costumbre, como la mayoría de los países de Latinoamérica, de invitar a jefes de Estado a tomas de posesión. EU no invita a ningún mandatario; son los embajadores acreditados ante la Casa Blanca quienes representan a sus países en la toma de posesión. En Europa tampoco se habitúa. Y sí, es cierto que la práctica diplomática mexicana acostumbra invitar, vía embajadas acreditadas, a jefes de gobierno por igual. También hay que acotar que es el gobierno en funciones el que organiza y gira invitaciones a mandatarios extranjeros a la toma de posesión del siguiente titular del Ejecutivo. Pero las prácticas diplomáticas no pueden momificarse; tienen que responder a cada momento y a cada coyuntura. Y aunque salgan con las ñoñerías de que “nos llevamos bien con todas las naciones”, tal y como atajó en algún momento Churchill, “la diplomacia no tiene como objetivo extender elogios; se trata de asegurar y garantizar beneficios”. U otra intentona de excusa: que en sexenios previos se invitó a los líderes rusos a tomas de posesión. Efectivamente, pero todas ellas se dieron en momentos en los cuales ese país y su mandatario no habían vulnerado el derecho internacional ni violado la Carta de Naciones Unidas al invadir injustificada y premeditadamente a un país soberano, con su jefe de Estado enfrentando de paso una orden de arresto internacional emitida por la Corte Penal Internacional por crímenes de guerra.
Con sus acciones, el lopezobradorismo continúa arropando la agresión internacional y mandando la señal, al igual que varios de sus pares latinoamericanos y del mal llamado “Sur Global”, de que solo importa cuando es EU el que interviene y viola el derecho internacional. Resulta además incongruente y paradójico que por un lado recurra a instancias multilaterales como la Corte Internacional de Justicia en su diferendo diplomático con Ecuador, pero esté dispuesto a ignorar la orden de arresto girada por la Corte Penal Internacional, una instancia que México apoyó para que se estableciera y cuyas resoluciones son vinculantes para México en virtud de que somos Estado Parte del Estatuto de Roma que la creó y que, al ser tratado internacional es, con base en nuestra Constitución, norma jurídica suprema. Para rematar, con la declaración de López Obrador en el sentido de que no cumpliría con dicha orden de arresto, el Kremlin ya se anotó otro punto propagandístico en el tablero de su pugna con un sistema internacional basado en reglas.
Al final del día, la política exterior de López Obrador en lo referente a Rusia, su agresión internacional y a nuestra propia relación bilateral con EU, es la del proverbial tonto útil. Es revelador que fue Izvestia, el periódico del Estado ruso, el que primero cacareó la noticia de la invitación mexicana, con lo cual Moscú aprovecha para alcahuetear a México en su pugna revanchista y geopolítica con EU, y para provocar a Biden. Es de una miopía geopolítica atroz de cara a nuestro principal socio comercial y diplomático y a los intereses nacionales de nuestra nación en Norteamérica y en el mundo. No se puede tragar pinole y escupir a la vez en la relación con Estados Unidos, pensando que se puede capitalizar la relación económica y comercial sin incurrir en costos en otras áreas de las agendas bilateral, regional y global, como lo ha hecho a lo largo de su gestión López Obrador, particularmente en momentos en los cuales en Washington crecientemente se cuestiona el papel internacional que juega su socio comercial número uno y su vecino, y cuando en uno de los dos partidos, el Republicano, se amplía y profundiza, en el marco de la campaña presidencial y las patrañas trumpistas, la lectura y narrativa de México como la principal fuente de vulnerabilidad para la seguridad nacional de EU.
Las reacciones evidentemente no se han hecho esperar. En una acción tan diáfana como reveladora, un vocero del Departamento de Estado buscó proactivamente a corresponsales mexicanos en Washington -sin que mediara pregunta o consulta expresa- para subrayar, de manera elíptica y sin histrionismo o confrontación, pero de modo meridianamente claro, su rechazo a la invitación. Y desde Bruselas, el vocero para política exterior de la Comisión Europea le recordó al presidente las “obligaciones” de México, como miembro de la Corte, de cumplir con la orden de arresto en el caso remoto e improbable de que Putin decidiese asistir a la toma de posesión.
Siempre he subrayado que una política exterior que no toma riesgos suele ser una política exterior carente de resultados. Pero vaya que si estas acciones del gobierno en turno rayan en la osadía y miopía descabelladas: son una bravata de adolescente inmaduro y destemplado, y con su persistencia y repetición, un suicidio ritual para el Estado mexicano y los intereses de México en la arena internacional. López Obrador y el círculo talibán que lo rodea creen que juegan ajedrez geopolítico, cuando en el mejor de los casos están jugando matatenas ¡Menudo colofón y menudo corolario a la doctrina López Obrador de que la mejor política exterior es la política interna!