El martes hubo eventos que solventan la noción de que de un lado del espectro político actúan con un objetivo claro y, más importante aún, siguiendo un plan. Frente a eso, parece que salvo simular extrañeza o medio reaccionar a bote pronto, nadie más tiene algo parecido.
Hace una semana surgieron noticias de una iniciativa que galvaniza los arrebatos constitucionales morenistas, de una comida de la Presidenta con un importante empresario y de un cónclave donde Morena definió ambiciosas metas.
Si separadas fueron tres demostraciones de poder, juntas representan un avasallamiento político-mediático.
Desde el martes no han cesado las réplicas del terremoto que supone la intentona de amarrar de manos al Poder Judicial para que nada que apruebe Morena a nivel constitucional sea revisable. Si la reforma judicial producía temores, la llamada “supremacía” es una pesadilla.
La iniciativa, que originalmente incluía reformar el artículo primero de la Constitución, para que México ni siquiera se sujete a los convenios internacionales que ha suscrito, comenzó a circular al mediodía. Incredulidad fue lo menos grave que ese texto generó.
Firmado por los líderes de Morena en ambas cámaras, y por los presidentes de San Lázaro y el Senado, el documento era nítido: le caerá un mazazo a cualquier intento, actual o futuro, de acotar o desechar lo que el oficialismo decida con su caprichosa mayoría.
Suponía igualmente una señal definitiva de que el nuevo sexenio no significará moderación alguna, corrimiento al centro, diálogo real con la oposición o, siquiera, reflexión antes de proceder con esa herencia llamada plan C. Lejos de eso: constituía un aviso de endurecimiento.
La mañana siguiente la Presidenta no se deslindó de toda la iniciativa. Si bien se anunció que no incluiría el cambio al 1º constitucional, la reforma mantiene su capacidad anuladora del contrapeso judicial. Nadie se debe congratular de que “estaba peor”. Sigue “pésima”.
Si publicar esa iniciativa fue el primer acto de una obra para demostrar poder, el segundo acto de tal escenificación no podría ser más simbólico y, al mismo tiempo, complementario. Claudia Sheinbaum y Carlos Slim comían en esas horas del martes en Palacio Nacional.
Al salir de esa reunión, mientras una parte de la comentocracia se devanaba los sesos tratando de discernir si Morena se atrevería a pasar un cambio al 1º constitucional sin debate público, negociación con los opositores, cabildeo o al menos un compás de espera acorde con tan drástica modificación, Carlos Slim expresaba a la prensa su confianza en el futuro económico.
Si un empresario de ese calibre muestra en público tranquilidad a pesar de la desconfianza de tantos en la reforma judicial, si encima lo hace mientras Morena anuncia nuevos cambios constitucionales, entonces el mensaje oficialista sale redondo: los críticos exageran.
El remate de la puesta en escena viene al anochecer, cuando Morena se reúne para definir una nueva movilización en pro de las reformas y anuncian que afiliarán a diez millones. Como 30 veces la militancia del PAN. Muestran el músculo: claman su disciplina y ambición.
Si fue coincidencia o no que tales hechos ocurrieran en un solo día es anecdótico, pasto para las teorías de la conspiración. Más allá del sospechosismo está una realidad. Morena opera en una sola dirección, es claro así haya esporádicos jaloneos o pugnas internas.
De la presidenta Sheinbaum para abajo muestran capacidad de convocatoria, control de la narrativa y decisión para avanzar en su concepto de democracia. Pésele a quien le pese. Y sin resistencias.
Salvo quienes decidieron plegarse acríticamente, ¿alguien más tiene un plan ante esta histórica concentración del poder?