Velar las armas

Desde la época medieval, antes de afrontar las batallas –sobre todo si eran decisivas– se tenía la costumbre de velar las armas una noche previa al conflicto. Uno de los ejercicios más complicados para el cerebro humano es el de imaginar el posible escenario que quedará tras la batalla. Sobre todo, porque muchas veces se presentan factores que modifican el concepto propio de victoria. Es decir, existen ocasiones en las que ganar no supone obtener una ventaja arrolladora frente al contrincante o que la victoria alcanzada realmente cumpla con los objetivos e ideas preconcebidas de la batalla.

Dentro de siete días –o menos si el sistema y las partes involucradas así lo permiten y si se lleva a cabo un conteo eficiente y efectivo– ya tendremos una presidenta electa. Si no hay ningún contratiempo y si las impugnaciones no son lo suficientemente sólidas y fuertes, en la noche del próximo domingo ya sabremos quién será la mujer que liderará nuestro país por los siguientes seis años. Este domingo las encuestas y las especulaciones desaparecerán con la apertura de las urnas y el recuento de los votos.

Este es un buen momento para recuperar de nuestra memoria –que a fin de cuentas es un recurso decisivo y esencial para el devenir político y ciudadano– qué es lo que se ha venido haciendo en los últimos años y para juzgar de manera objetiva si lo hecho ha sido lo correcto o si convendría tomar acción para cambiar el rumbo del país y luchar por lo que queremos y merecemos. Como le sucedió a Hanzel y Gretel con las migajas que iban dejando en el camino, si no sabemos de dónde venimos, difícilmente podremos saber hacia dónde nos dirigiremos.

Hace casi seis años, el primero de julio de 2018, Andrés Manuel López Obrador –con flores en su cuello– dibujaba en el aire el signo de la paz y del amor, abriendo un Jordán universal y haciendo el amago de perdonar todos los pecados de todo actor político. Ese día el presidente López Obrador abría la oportunidad y las puertas a todo aquel que quisiera subirse a su barco y, juntos, llegar a buen puerto. Es como si lo que buscara fuera llegar a la tierra prometida en la que la corrupción fuera simplemente parte del pasado y donde la justicia y el equilibrio social –que por tanto tiempo llevaba vendiendo a la ciudadanía– fueran los estandartes de su administración.

Es impresionante ver y analizar la hazaña lograda por López Obrador al conseguir más de 30 millones de votos en 2018, el cual es un récord que, me temo, perdurará por muchos años. La fuerza popular que el todavía Presidente mexicano logró obtener desde su inicio en el camino a la Presidencia es impresionante. Su perseverancia es digna de análisis, ya que estamos hablando de una persona que, desde que perdió sus primeras elecciones en 1988 por la gubernatura de Tabasco y ante las que acusó de ser fraudulentas, nunca descansó. Seis años después volvió a ser candidato para la gubernatura de Tabasco y nuevamente perdió las elecciones; sin embargo, el siguió luchando hasta que –tras haber sido presidente nacional del PRD, jefe de Gobierno por el mismo partido y candidato presidencial en 2006 y en 2012– por fin llegó su tercera batalla, la vencida, en 2018 cuando finalmente logró ser Presidente de los Estados Unidos Mexicanos.

Lo que llama mucho la atención es la cantidad de ciudadanos –convertidos en votos– que han acompañado al Presidente mexicano en su camino por tratar de establecer una democracia social sin impunidad, sin corrupción y con todas las promesas que iba ofreciendo en el camino. No tengo dudas de que en 2018 esa era la verdadera misión y el verdadero deseo que anidaba en el interior del presidente López Obrador, de ahí que considere importante hacer este recuento y traer al presente cómo es que se constituyen los sueños en los castillos del poder y qué es lo que se entrega a la historia como resultado de nuestro paso por ella.

Para Andrés Manuel López Obrador, lo más importante era terminar el ciclo de que los de abajo, los pobres, por el bien de todos pudieran llegar –a través de él– al poder. Lo más importante era la posibilidad de equilibrar la muy desequilibrada balanza de los poderes y de la justicia social de nuestro país, metiendo aire fresco y aire de regeneración política y democrática en todas y cada una de las instituciones del Estado. Todos cabíamos. Todo lo que fuera bueno para el país se iba a salvar. Todo sería hecho de acuerdo con el bien de la mayoría. Aquí, en este punto del relato, cada uno de nosotros que se sienta con la libertad de incluir su propio balance de esta administración.

Es importante que la presidenta que salga electa este domingo se dé cuenta de en qué términos y cómo se ha planteado esta batalla electoral. Hasta aquí, ha sido una batalla en la que el elemento diferenciador ha sido la exclusión, no la inclusión. Con diferencia del enfrentamiento de hace seis años, en la actualidad todo lo que funciona en el país es la división. Hoy todo se resume al hecho de o estás con quienes están en el poder o simplemente estás en contra de ellos. Donde, lejos de buscar la unidad nacional, pensar diferente es considerado como traición y como si se estuviera en contra de la regeneración democrática y de reconstrucción del país.

México se ha consolidado como un país sin instituciones, donde sólo gobierna y prevalece la buena voluntad de un solo hombre. Durante los últimos seis años, el país ha estado en manos de un solo hombre y de su visión particular de la historia y de lo que le ha apetecido hacer en cada momento. La presidenta que resulte electa tendrá ante sí la decisión de si se sigue por el camino de la confrontación y conflicto o si se opta por explorar el rumbo de la reconciliación y la unidad nacional. Tendrá que esclarecer sobre si será posible subsistir en el país a pesar de que no se esté reconocido como miembro activo y positivo de su régimen o si quienes estén en contra serán catalogados enemigos de su administración, con sus debidas consecuencias.

Otro de los temas pendientes que le tocará resolver a la próxima presidenta de México es definir qué es lo que hará con relación al papel cada vez más presente y decisivo que los militares están teniendo en la vida cotidiana del país. ¿Continuará incrementando la deuda social desviando recuros y presupuestos de programas o instituciones para acometer sus intereses y objetivos personales? ¿Comenzará empezando por exigir responsabilidad sobre las dádivas entregadas por el presidente López Obrador y continuará ese juego –por cierto muy astuto– de dar primero el golpe antes de que te lo den a ti?

Es muy importante que la próxima mandataria del país defina cuál va a ser el papel que la sociedad civil tendrá en el desarrollo y conformación de la nación. Tendrá que ser muy consciente y decisiva al momento de decidir si la sociedad civil será su aliada en la consecución de sus objetivos o si será tratada como un enemigo público por la única razón de no compartir su ideología o color. Son muchos los temas que se tendrán que ir definiendo y esclareciendo desde el momento en el que el recuento de votos dé la victoria a la que se convertirá en la primera mujer en alcanzar la Presidencia de nuestro país, aunque uno de los más importantes –adicional a los anteriores y a muchos otros que se podrían enumerar– será su postura ante el mundo. ¿Optará por continuar por el camino del aislamiento internacional y ajena a todo lo que suceda más allá de las fronteras o se aprovechará la oportunidad única, que no sólo se resume en atraer inversiones, que se presenta en el horizonte global?

¿Cuál será el punto de partida del nuevo régimen o, mejor dicho, del viejo régimen en su segundo piso? Desde el primer día, será muy importante definir cuáles serán las reglas del juego y cuál será el campo de juego sobre el que estaremos tanto los ciudadanos como la sociedad civil, las instituciones y los actores que conformarán los puestos y responsabilidades de los distintos órganos de gobierno.

La historia, que siempre es injusta e ingrata, augura que vienen malos tiempos para los teóricos compañeros progresistas de Cuba, Venezuela, Nicaragua y de otros países. Básicamente porque, como es bien sabido, todas las revoluciones se acaban cuando los estómagos se vacían. Olvídese ya de las libertades. Borre de su instinto la libertad para poder comer, la libertad para seguir vivo o la libertad para tan siquiera tener –como le pasó a los vietnamitas con Ho Chi Minh o cuando Mao Zedong lidereó China– un puñado de arroz con el que resistir y poder enlazar el siguiente tren de la historia. En reiteradas ocasiones, la historia ha demostrado que no hay movimiento que resista a un conjunto de estómagos hambrientos.

El mayor fracaso de los países es, en algunos casos, la falta de capacidad al momento de administrar las riquezas y más cuando se trata de un país lleno de riquezas. No importa si se es de izquierda, derecha, comunista, capitalista o lo que sea que elija como su estandarte la administración en turno, cuando se cuenta con los recursos –como es el caso– lo mínimo que se puede esperar es tener los estómagos llenos y las necesidades básicas y sociales cubiertas.

No estamos en 1917 ni en 1960. El martirologio no es un camino obligado para formar parte de la historia que vendrá. Por eso, entre muchas otras cosas, nuestra próxima líder y la administración que la acompañará tendrá que decidir si nuestro país será o no parte de acuerdos tan importantes como T-MEC. Si seremos un país occidental o un país encarnado y enclavado en la reivindicación ideológica frente a la posibilidad de la vida. Será indispensable también definir si seremos un país que se identificará por poner en práctica cualquier tipo de enfrentamiento, exclusión y dialéctica sin propósito más que el de atacar o si le daremos una nueva oportunidad a construir un país en el que todos seamos partícipes indispensables. Sabido es por todos que durante mucho tiempo la lucha de las verdades –especialmente en cuestiones religiosas e ideológicas– ha costado muchos muertos pero, sobre todo, ha costado la imposibilidad de la construcción de un objetivo común para los países. Es hora de juntar tu verdad con mi verdad para que, juntos, construyamos nuestra verdad.